Platon, Conceptos Básicos de su Filosofía


PLATON
Nacido en 428-7 en Atenas o Egina, de familia aristocrática. Fue de CRATILO, Heráclito, antes de entrar, a los 20 años, en el círculo de los familiares de SÓCRATES. En él encontró al Maestro, a quien quiso atestiguar su gratitud imperecedera, haciéndolo interlocutor principal de casi todos sus diálogos, casi para reconocer la derivación de él, de su propio pensamiento.
Su actividad literaria se inicia, probablemente, después de la muerte de SÓCRATES (399 a. C.): quizá inmediatamente, en el primer retiro de Megara, donde EUCLIDES había fundado su escuela. Siguen los años (más de diez) de viajes: a Egipto, Cirene, Magna Grecia y Sicilia, en los cuales entra en contacto directo con la sabiduría egipcia y con las doctrinas pitagóricas (especialmente por la amistad con ARQUITAS, tarantino) y eleáticas, e inicia aquellas borrascosas relaciones con DIÓN y DIONISIO, a quienes se ligan después sus experiencias políticas. En 387, habiendo retornado a Atenas, funda, cerca del gimnasio de Academo, su escuela, llamada por eso Academia, y se dedica por completo a la enseñanza y a la composición de los diálogos, restando la interrupción de los viajes a Sicilia (366 y 361), en donde fallan miserablemente sus esperanzas de aplicación de sus teorías políticas. Muere en 347, a los 80 años, dejando la dirección de su escuela a su sobrino ESPEUSIPO.
Sobre los escritos llegados hasta nosotros bajo el nombre de PLATÓN (todos, fuera de la Apología y las Cartas, diálogos que, a excepción de las Leyes, tienen a Sócrates como interlocutor casi siempre principal) dos grandes cuestiones se han debatido: la autenticidad y la cronología. Después de un período de excesivo rigor crítico que llegaba a negar la autenticidad a casi todos, hoy se la niega sólo a parte de las Cartas y a unos pocos diálogos secundarios: se ha reconocido la pertenencia a Platón de la mayoría de ellos, por los testimonios de ARISTÓTELES, y las referencias de un diálogo a otro y varios otros datos.
Pero además de la diversidad de composición, de estilo, de vocabulario, sobre todo las de
doctrina exigen una distinción cronológica, que atribuya las obras que expresan diversas actitudes a las diversas fases de formación y reelaboración de su pensamiento.  

De la afección sensible al conocimiento: la intervención de la reflexión espiritual. — Pero ¿por qué te hago estas distinciones? (Para ver) si con un principio único e idéntico, que esté en nosotros, aprehendemos por medio de los ojos lo blanco y lo negro, y por medio de los otros (órganos de los sentidos) otras cualidades, y si interrogado tú, puedes atribuir todas estas percepciones al cuerpo. . . Si tú piensas algo de ambos (oído y vista) no (lo pensarás) ciertamente por medio de alguno de los dos órganos, y ni tampoco sentirás por medio de uno de ellos lo que pertenece a ambos. . . Ahora bien, todas estas cosas en torno a estos dos objetos, ¿por medio de qué las piensas? —Tú quieres decir el ser y el
no-ser, y la semejanza y la diferencia, lo idéntico y lo diverso, y así sucesivamente el uno y cada otro número que le pertenece, etc.. . . Me parece que no hay para estas cosas, ningún órgano especial como para aquéllas, sino más bien que el alma por sí mismo me parece que contempla lo que es común en todas las cosas. . . —Por lo tanto, al nacer, de inmediato, hombres y bestias tienen por naturaleza la capacidad de sentir todas las afecciones que llegan al alma por la vía del cuerpo; pero la reflexión en torno a ellas, y respecto a su ser y a su utilidad ¿sólo fatigosamente y con el tiempo, y a través de mucha
experiencia e instrucción, se logran por los que llegan a conseguirla? —Exactamente. . . —Y por eso, Teetetos, no será nunca la misma cosa sensación y conocimiento. (Teet., XXIX-XXX, 184-6).
La conquista del conocimiento: la posibilidad de la investigación y la teoría de la
reminiscencia. — ¿Cómo es ello, querido Alcibíades? ¿no te has dado cuenta jamás que estas cosas no las sabes, o no me he dado cuenta yo que las has aprendido frecuentando un maestro que te las enseñó?
. . —¿Pero no crees que por otra vía pueda haber adquirido conocimiento? . . . —Sí, si lo hubiese encontrado por ti. —¿Pero no crees que yo lo pueda haber encontrado? —Sí, ciertamente, si lo hubiese buscado. —¿Y no crees que yo pueda haberlo buscado? —Sí, si creías ignorar. (Alcib. primero, VI, 109).
¿Y cómo buscarás, Sócrates, lo que tú ignoras totalmente? ¿Y de las cosas que ignoras, cuáles te propondrás investigar? ¿Y si por ventura, llegaras a encontrarla, cómo advertirás que ésa es la que tú no conoces? —Entiendo qué quieres decir, Menón. . . Quieres decir que nadie puede indagar lo que sabe ni lo que no sabe, porque no investigaría lo que sabe, pues lo sabe; ni lo que no sabe, pues ni tan siquiera sabría lo que debe investigar. —¿Y no te agrada esa razón, Sócrates? —A mí no. —¿Por qué? dilo, entonces. —Porque yo he oído decir que el alma, siendo inmortal, y habiendo renacido muchas veces y visto las cosas de allá arriba y las de aquí abajo, todo, en suma, nada hay que no haya aprendido. Por lo que no es asombroso que pueda recordar. lo que ya conocía. Pues, como toda la naturaleza se halla emparentada consigo misma, y en virtud de haber aprendido el alma todas las cosas, nada impide que alguien recordando (es decir, aprendiendo, como dice la gente) una sola cosa, vuelva a encontrar todas las demás, si no se cansa de buscar, pues buscar y aprender es verdaderamente siempre una reminiscencia. —Pero ¿tú dices que. aquello a lo cual llamamos aprendizaje es reminiscencia? ¿Y puedes enseñarme que así es verdaderamente? (Menón, XIV-XV, 81-82).
Repuso Cebes: con un argumento clarísimo; y es que los hombres, cuando son interrogados, si son bien interrogados, responden con acierto y sensatez, y no podrían hacerlo así, si no existiese ya en ellos ciencia y recta razón. Y esta verdad se hará más clara y evidente, si alguien, por medio de las interrogaciones, los conduce a hablar de figuras y cosas semejantes. Entonces brilla la verdad de la sentencia. —Mira, estamos de acuerdo en que, si alguno recordase alguna cosa, la debía saber ya antes. —Sí —¿Y estamos igualmente de acuerdo que cuando algo se presenta de nuevo en nuestra
mente es un recuerdo? ¿Quieres saber de qué manera? Por ejemplo: si alguien, habiendo visto. . . u oído o sentido. . . una cosa, no sólo la conoce a ella, sino también a otra que le viene a la mente, cuya noticia es distinta de la referente a la de la primera cosa, ¿no se dice con razón que esta segunda noticia es un recuerdo? Y el recuerdo. . . ¿puede provenir de los semejantes y también de los desemejantes? —
Puede, en efecto. —Pero cuando alguien recuerda una cosa, estimulado por otra que se le asemeja, ¿no ha de pensar necesariamente si la semejanza de esa cosa recordada es o no perfecta?  ¿Decimos que es algo igual? . . . ¿Y de dónde obtendremos esta referencia? no por ver leños iguales o piedras u otros cuerpos cualesquiera, tendremos el concepto de lo igual en sí, el cual es distinto de aquellos. . . pero antes de que comenzásemos a ver y oír y emplear los otros sentidos, es necesario haber aprehendido la noción de lo mismo igual. . . ¿Y no comenzamos a ver y oír y emplear los otros sentidos, inmediatamente después de haber nacido? —Sí. . . —Luego es necesario haber conocido esa noción antes de nacer. . . Y, si como yo pienso, hemos aprendido la ciencia antes de nacer, y la hemos perdido habiendo nacido, y después ayudándonos con los sentidos la hemos recuperado, la misma justamente, que poseíamos antes, la operación que llamamos aprender, ¿no es un recuperar lo que ya era nuestro? ¿Y no hablamos rectamente al decir que esta operación es un recordar? (Fedón, XVIII-XX, 73-75).
Y el acordarse de aquellos (entes verdaderos) por medio de éstos que parecen entes aquí, no es fácil a todos (Fedro, XXX, 249).
Frente a la dificultad que el alma experimenta para recordar lo que ha aprendido en su existencia anterior a su ingreso en el cuerpo, entra en función el método socrático de la mayéutica, que ayuda al alma a extraer de sí los conocimientos que contiene en sí misma. De esta manera, del método socrático de la mayéutica, Platón extrae no sólo una teoría del conocer, sino también una teoría del ser, tanto para el alma cognoscente, como para la realidad eterna conocida (ideas).
La reminiscencia o recuerdo, que es el despertar del conocimiento intelectivo de las ideas, es distinta de la memoria, que es conservación de sensaciones (cfr. Filebo, 34). La memoria es explicada como impresión dejada por las sensaciones en una especie de bloque de cera inserto en las almas (Teet., XXXIII-IV, 191-5): de acuerdo con la calidad de la cera, las impresiones son más distintas o confusas, durables o borrosas: de aquí la posibilidad de la opinión verdadera y de la falsa.
 El conocimiento como caza y posesión. — Ahora, empleando la imagen de la posesión y de la caza de las palomas, diremos que hay dos especies de cazas; la una, antes de poseer, para conquistar la posesión; la otra, cuando ya se posee, para tomar y tener en nuestras manos lo que ya se posee. De la misma manera las cosas de las que ya poseía conocimiento, desde mucho tiempo antes, quien las había aprendido y las sabía, puede nuevamente aprenderlas, recuperando y teniendo presente el conocimiento de cada una, que ya poseía desde antes, sí, pero que no las tenía presentes en su pensamiento (Teet., XXXVII, 198).
El pensamiento es un diálogo interior. El acto de pensar, me parece que, efectivamente, no es sino un diálogo que el alma mantiene consigo misma, interrogando y respondiendo, y afirmando y negando (Teet.t XXXII, 190).
El camino del aprendizaje: de los particulares al universal modelo. — Observamos a los niños, cuando comienzan a practicar las letras. . . las reconocen fácilmente, una a una en las sílabas más breves y menos dificultosas. . . Pero se equivocan, en cambio, enganchándose, y dudan cuando las mismas se hallan en otras sílabas. . .
Ahora bien, ¿no es acaso éste el modo más fácil y bello de conducirlos hacia lo todavía
desconocido? —¿Cómo? —Conduciéndolos primero nuevamente a los casos en que han opinado rectamente de estas mismas letras, y luego, colocando junto a ellos los casos que todavía no conocen,
para mostrarles, por medio de la comparación, la semejanza e idéntica naturaleza de ambos complejos.
Hasta que, habiendo comparado lo que les era todavía desconocido con aquello sobre que habían ya manifestado su recta opinión, les resulte aclarado, y por esas aclaraciones, convertidas en modelos, se obtenga que cada uno de los elementos sea denominado como diverso de los otros si es distinto, y como idéntico, siempre consigo mismo en la misma relación, si es idéntico. —Exactamente. —Por lo tanto, hemos entendido suficientemente que la formación del modelo (universal) se obtiene cuando lo que es
idéntico en otra cosa separada, opinado rectamente y confrontado en la una y en la otra, venga a constituir una sola opinión verdadera para ambas. (Polit., XX, 277-8).
La definición como unificación de lo múltiple. — Vamos, pues, que ya has emprendido bien el camino. Toma como modelo tu respuesta referente a las potencias matemáticas: y, como a éstas, aunque sean múltiples, las has comprendido en una sola especie, trata de la misma manera, de expresar en una sola definición también los múltiples conocimientos (Teet., VI, 148).
La diferencia específica como razón de las cosas. — Si descubres la diferencia de cada cosa, por la que se distingue de otra, habrás logrado, como dicen, la razón de ella; pero hasta tanto que de esos objetos no tengas sino algo común, tú tendrás solamente la razón de (toda la clase de) esas cosas a las cuales sea común esa cualidad (Teet., XLIII, 208).
La alegoría de la caverna: la cárcel corpórea y la sombra de las ideas; la ascensión a la luz de lo inteligible. — Compara nuestra naturaleza a una condición de este género. . . En una caverna subterránea, con una entrada tan grande como la caverna toda, abierta hacia la luz, imagina hombres que se hallan ahí desde que eran niños, con cepos en el cuello y en las piernas, sin poder moverse ni mirar en otra dirección sino hacia adelante, impedidos de volver la cabeza por las cadenas. Y lejos y en lo alto, detrás a sus espaldas, arde una luz de fuego, y en el espacio intermedio entre el fuego y los prisioneros, asciende un camino, a lo largo del cual se levanta un muro, a modo de los reparos colocados entre los titiriteros y los espectadores, sobre los que ellos exhiben sus habilidades. —Me lo imagino perfectamente, dijo. —Contempla a lo largo del muro, hombres que llevan diversos vasos que sobresalen sobre el nivel del muro, estatuas y otras figuras animales en piedra o madera y artículos fabricados de todas las especies. . . —Extraña imagen y extraños prisioneros. —Semejantes a nosotros. Éstos, ante todo, ¿crees quizás, que pueden ver alguna otra cosa, de sí mismos y de los otros, sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la pared de la caverna que está delante de ellos? ¿y también de la misma manera respecto a los objetos llevados a lo largo del muro? . . . Pues, si pudiesen hablar entre ellos, ¿no crees que opinarían de poder hablar de éstas (sombras) que ven como si fuesen objetos reales presentes? . . . Sin duda, en tales condiciones, no creerían que lo verdadero fuese otra cosa sino las sombras de los objetos. . . Y cuando uno de ellos fuese libertado, y obligado repentinamente a alzarse y girar el cuello y caminar y mirar hacia la luz. . . ¿no sentiría dolor en los ojos, y huiría, volviéndose a las
sombras que puede mirar, y no creería que éstas son más claras que los objetos que le hubieran mostrado? —Sí. . . —Y si alguien lo arrastrase por la fuerza por la áspera y ardua salida y no lo dejase antes de haberlo llevado a la luz del sol, ¿no se quejaría y no se irritaría de ser arrastrado, y después, llegado a la luz y con los ojos deslumbrados, podría ver siquiera una de las cosas verdaderas? —No, ciertamente, en el primer instante. —Sería necesario que se habituara para mirar los objetos de ahí arriba. Y, al principio, vería más fácilmente las sombras, y después las imágenes de los hombres reflejadas en el agua y, después, los cuerpos mismos; en seguida los del cielo, y al mismo cielo, le sería
más fácil mirarlo de noche. . . y, por último, creo, el sol. . . por sí mismo. . . y después de esto, recién entonces comprendería que éste (el sol) . . . regula todas las cosas en la región visible y es causa también, en cierta manera, de todas aquéllas (sombras) que ellos veían. . . ¿Y bien? recordando la morada anterior. . . ¿no crees que él se felicite del cambio y experimente conmiseración por la suerte de los otros?.—Creo, que, en verdad, preferiría cualquier sufrimiento a aquella vida (de antes). —Pero considera aún lo siguiente: si volviendo a descender ocupase de nuevo el mismo puesto ¿no tendría los ojos llenos de tinieblas, al venir inmediatamente del sol? Y si debía nuevamente competir para distinguir esas sombras con los que habían permanecido siempre en los cepos, él, mientras
permaneciera deslumbrado, ¿no causaría la risa y haría decir a los demás, que la ascensión le había gastado los ojos? Pero si alguno tuviese inteligencia. . . recordaría que las perturbaciones de los ojos son de dos especies y provienen de dos causas: del pasaje de la luz a las tinieblas y de las tinieblas a la luz. Y pensando que lo mismo sucede también para el alma... indagaría si, viniendo de vida más luminosa, se encuentra oscurecida por falta de hábito a la oscuridad, o bien si, llegando de mayor  ignorancia a una mayor luz, está deslumbrada por el excesivo fulgor (Rep., VII, 1-3, 513-18).
El prisionero libertado de las cadenas, que ha logrado ver la luz, es el filósofo que, de la
contemplación de las cosas sensibles, sombras de las ideas, se eleva a la visión de la luz de las ideas mismas. Pero entonces comienza su misión iluminadora y liberadora hacia los otros prisioneros: y ésta es la misión que Sócrates decía que le había confiado el Dios: comparable a la del descenso el Hades, celebrada por órficos y pitagóricos].
 El conocimiento, la opinión, la ignorancia. — Aquellos que aman ver y oír, y desean las bellas voces, los bellos colores y las bellas figuras, etc.. . . pero de lo bello en sí su mente no sabe ver y desear la naturaleza. . . quien, entonces, concibe las cosas bellas, pero no la belleza en sí. ¿te parece que vive en un sueño o despierto? Mira, ¿acaso soñar no es esto: . . . creer que la imagen de una cosa no es la imagen, sino la cosa misma a la que se asemeja? . . . ¿Y qué? quien reconoce lo bello en sí, y sabe verlo y distinguirlo tanto en sí como en las cosas que participan de él, y no trastrueca ni confunde las cosas participantes con él mismo, ni a éste con las cosas participantes, ¿te parece que éste vive en un sueño o se halla bien despierto? —Despierto; bien despierto, por cierto. —Entonces su pensamiento, en la medida en que conoce, ¿diremos que es conocimiento, y opinión la del otro, en cuanto opina? . . . —
Justamente así. . . —Pero, quien conoce, ¿conoce alguna cosa o nada? . . . —Conoce algo. —¿Alguna cosa que es o no es? —Que es: porque ¿cómo podría conocer alguna cosa que no fuese? . . . —Pero, si hubiese una cosa de tal naturaleza, que es y no es, ¿no estaría en medio entre el ser absoluto y el absoluto no-ser? . . . —En el medio. —Entonces, para el ser hay el conocimiento; para el no-ser, necesariamente, la ignorancia, y para este intermedio, ¿es necesario indagar si hay algo intermedio entre
ignorancia y ciencia? —Ciertamente. . . (Rep., V, 20, 476-7).
—¿Pero tal vez la opinión te parezca más oscura que la ciencia y más clara que la ignorancia? — así es. —¿Se halla entra las dos? —Sí. —Luego, la opinión será intermedia entre estas dos. . . (21, 478).
—Nos faltaría encontrar lo que participa.,. del ser y del no-ser. . . —Que responda ese hombre valiente que no cree en lo bello en sí. . . sino en una pluralidad de cosas bellas. . . De entre estos múltiples bellos. . . ¿no habrá alguno que parezca feo? ¿Y de entre los justos, uno injusto, y de entre los santos, vino impío? . . . Por lo tanto, quien ve los múltiples bellos, pero no lo bello en sí. . ., y los múltiples justos, pero no lo justo en sí, y así sucesivamente, de él diremos que opina todo, pero no conoce nada de lo que opina. —Forzosamente. —Pero, en cambio, quien ve cada especie en sí y siempre bajo el mismo aspecto y en el mismo modo, ¿no diremos, acaso, que conoce pero que no opina? —Forzosamente, también. (22, 478-9).
Eternidad de la facultad intelectiva y devenir de las otras. — Las llamadas otras facultades del alma, corren el riesgo de hallarse vecinas a las del cuerpo: pues, en realidad, no existiendo antes, se engendran después con el hábito y el ejercicio; pero la facultad intelectiva, parece, es la que más contiene de divino, pues nunca pierde su potencia. (Rep., VIII, 4, 518).
Grados del conocimiento: a) Experiencia y arte. — Afirmo que es experiencia y no arte, en cuanto no se da razón alguna de los medios que emplea, cualesquiera que sean por naturaleza, de manera que no sabe explicar la causa de cada uno. Yo no denomino arte a un acto irracional. (Gorgias, 19, 465).
Decía yo que el del cocinero no me parecía arte, sino experiencia; la medicina, en cambio, que investiga la naturaleza del enfermo que cura y la causa de lo que hace, y sabe dar razón de cada una de estas cosas, la medicina, sí. Pero la otra. . procede en forma totalmente irracional y sin cálculo; es más bien práctica y experiencia que conserva la memoria solamente de lo que es habitual (ibíd., LVI, 501).
El arte vulgar y el de la filosofía (ciencia). — ¿Acaso, en el aprendizaje de la ciencia, no tenemos una parte que sirve para los oficios, y otra para la educación y la cultura? ¿o cómo? —Así. —.. Si de todas las artes se aparta la de enumerar, medir y pesar. . . bien poco quedaría de cada una. . .
Llena de ella está, ante todo, la música. y la medicina y la agricultura, y el arte del piloto y el del capitán. . . y la arquitectura. . . ¿Pero, no se dice, ante todo, que uno es el arte de calcular del vulgo, y otro el de los filósofos? . . . ¿Y qué? el arte del computar y el de medir, usado en la arquitectura y en el comercio, ¿no es diverso de la geometría filosófica o de la matemática precisa? . . . ¿Por qué no? Más bien se dice que hay una gran distancia entre estas artes y las otras, y que, de éstas mismas, aquellas hacia las que se dirige el estudio de los verdaderos filósofos, por segundad y por verdad superan (a las
otras) en medidas y números (Filebo, XXXIV-V, 55-7).
c) La opinión y la ciencia: la opinión verdadera y falsa —la ciencia como sistema conjunto de conocimientos—. — ¿Consideras tal vez, la misma cosa saber y creer, ciencia y creencia, o bien cosas distintas? —Diversas creo, Sócrates—. Piensas bien, y lo conocerás de lo siguiente. Si alguien te preguntase: ¿hay una creencia falsa y una verdadera, Gorgias?, contestarías que sí. —Sí.— ¿Y qué?
¿Hay una ciencia falsa y una verdadera? —De ninguna manera—. Es claro, entonces, que no son la misma cosa (Gorgias, IX, 454).
Cuando. . . las impresiones sensibles, al estamparse. . . forman las huellas netas y suficientemente profundas y durables, también los hombres, en tales condiciones, aprenden primero bien, después recuerdan y no confunden entre ellos los signos de las sensaciones, sino que opinan con verdad. . . En cambio, cuando. . . tienen las imágenes poco distintas. . . todos éstos se hallan en condiciones de opinar falsamente. Porque cuando ven, oyen o piensan algo con fundiendo luciérnagas con linternas, se
deslumbran a menudo y sufren malentendidos y equívocos. . . ¿Diremos, pues, que se dan, para nosotros, opiniones falsas? —Ciertamente—. ¿Y también verdaderas? También verdaderas (Teet., XXXIV, 194-5).
Negación sofística de la posibilidad de opiniones falsas. — Pero el sofista, decíamos, se refugia aquí, diciendo que lo falso no puede darse absolutamente, ni ser, porque el no-ser no se puede pensar ni expresar. Ahora, en cambio, éste (no-ser) se nos ha aparecido como participe del ser; y por eso, quizás él no podría combatir más sobre este punto (Sofista, XLIV, 260).
Las opiniones verdaderas, mientras que están en el alma, son cosas bellas y producen todo bien; pero no quieren permanecer ahí mucho y huyen: por eso no son muy apreciables hasta que tú no las ligues con razonamiento que ponga en claro por qué Cuando están ligadas, se transforman en ciencia y se establecen, y por este motivo la ciencia es más valiosa que la recta opinión; y difiere la ciencia de la opinión recta por su coligamiento interior (Menón, XXXIX, 97-98).
La naturaleza dialéctica (capacidad de ciencia verdadera) está en la visión del conjunto. — Y ésta es, por excelencia, la piedra de comparación de la naturaleza dialéctica y de la que no es tal. Quién sabe tener la visión del conjunto es dialéctico; quien no, no (Rep.: VII, 16, 537).
El dominio de la opinión (devenir) y la dialéctica (contemplación del ente). — De las artes, todas las que trabajan en torno de las cosas de aquí abajo se sirven, ante todo, de opiniones e indagan con cuidado sobre las opiniones. Y si alguien cree indagar sobre la naturaleza, sabes que indaga toda la vida sobre este mundo, cómo nace y cómo sufre y cómo obra. . . Por lo tanto, éste se ha puesto a atormentarse, no sobre lo que es siempre, sino sobre lo que nace, nacerá o ha nacido. . . Ahora bien, sobre lo que no tiene ninguna firmeza, ¿de qué manera pues, obtendremos algo firme? —A mi parecer, de ningún modo—. Por consiguiente, de esto no tendremos ni inteligencia ni ciencia alguna que posea verdad absoluta (Filebo, XXXV, 59).
Pero, si a la facultad de la dialéctica le antepusiéramos otra, nos repudiaría. ¿Y cómo se la debe definir? Es evidente: la que conociese toda la otra ya nombrada. Pues yo creo que todos los que poseen apenas algo de inteligencia, piensan que el conocimiento más verdadero, en sumo grado, es el conocimiento del ente y de todo lo que está verdaderamente y siempre del mismo modo. . . y no considerando ninguna utilidad o renombre en las ciencias, sino si en nuestra alma hay una facultad de amar lo verdadero y de hacerlo todo por él (Filebo, XXXV, 57-8).
Necesidad también de la ciencia inferior (práctica) para la vida. — Supongamos un hombre que sepa lo que es la justicia en sí, y que disponga del discurso como del pensamiento, y que piense igualmente, a todos los demás entes. . . Ahora, ¿poseerá él ciencia suficiente, si posee la razón del círculo y de la esfera divina en sí, pero ignora esta esfera humana y estos círculos de aquí, y se sirve así para las construcciones y para todo el resto de esas reglas y de esos círculos (ideales divinos)? —Nos figuramos una ridícula condición, de alguien que sólo emplee las ciencias divinas. —¿Cómo dices? ¿Se
le debe agregar conjuntamente el arte no seguro ni puro de la regla y del círculo falso? . . . —Me parece bien, por lo menos si nuestra vida debe ser tal vez una vida cualquiera (Filebo, XXXVIII, 62).
[Cfr. Rep., VII, 3, 547: el Estado no le consiente al filósofo que permanezca en el cielo de la contemplación, sino que lo obliga a participar en las tareas y trabajos del Estado.
 El filósofo mira hacia lo alto: las almas pequeñas y las grandes. — En realidad, sólo el cuerpo (del filósofo) habita entre los muros de la ciudad, pero su mente, en poco, o mejor dicho, en nada estima todas estas cosas y despreciándolas, pasa con rapidez, como dice Píndaro, por todas partes, midiendo cuanto existe encima y debajo de la tierra; estudiando los astros en el cielo, escrutando toda y en todo, la naturaleza de los seres, a cada uno en su universalidad, sin rebajarse a ninguna de las cosas vecinas que lo rodean. —¿Cómo te explicas eso, Sócrates? —Se cuenta, Teodoro, que también Tales, estudiando una vez los astros y mirando hacia lo alto, cayó en un pozo, y una pequeña sierva de Tracia,
burlona y graciosa, se mofó de él, diciendo que, por querer mirar el cielo, no distinguía lo que le era próximo y se hallaba bajo sus pies. Estas palabras pueden aplicarse a todos los que se dedican a la filosofía. . . Pero, amigo mío, cuando el filósofo eleva consigo a alguien para que huya y evite cuestiones como éstas: "¿en qué te injurio o me injurias tú a mí?"—, para investigar, en cambio, la justicia en sí y la injusticia en sí; qué es cada una de ellas y en qué difieren de todo el resto y entre ellas... cuando sobre todos estos problemas tiene que explicar las razones el que tiene alma pequeña y es caviloso y casuístico, he aquí que tiene que pagar el tributo (de las burlas dirigidas al filósofo): siente el vértigo de estar suspendido en las alturas, y mirando hacia abajo, sorprendido y admirado, por la falta de hábito, inquieto, dudoso y balbuceante suscita las risas, no de las siervas de Tracia o de cualquier ignorante (pues éstos no tienen conciencia de ello), sino de todos los que se han educado en forma contraria a los esclavos. . . El filósofo. . . sin deshonor, puede parecer sencillo y que no es útil cuando se empeña en menesteres serviles.; pero el otro, capaz de realizar todas estas cosas con precisión y rapidez, no sabe mantener el gesto del hombre libre. . . (Teet., XXIV-V, 173-5).
Se delinea aquí el ideal filosófico de la vida, o sea la exaltación de la vida contemplativa (o teórica), considerada la más alta de todas las vidas, que conduce a la purificación del alma y a su participación en el estado divino. Concepción todavía mística en Platón como en los pitagóricos, ligada a la aspiración órfica hacia la liberación del alma del ciclo de los nacimientos.
El cuerpo, impedimento del conocimiento: la liberación. La filosofía como preparación de la muerte. — Y en lo tocante a la adquisición de la sabiduría ¿qué dices tú? ¿no es un impedimento el cuerpo? . . . Y por eso, el alma razona perfectamente, cuando ninguna de estas sensaciones la enturbia, ni la vista ni el oído, ni el placer ni el dolor; sino permaneciendo sola, separada del cuerpo, desdeñosa de tener que hallarse en contacto con él, se dirige con todo su poder hacia lo que es. —Justamente. —Y por tal razón, ¿el alma del filósofo no es dificultada ni fastidiada por el cuerpo? ¿Y no huye de él, acaso,
y desea aislarse para permanecer sola? (Fedón, X, 65).
Y esta fuga es un asemejarse a Dios en todo lo que es posible; y este asemejarse es convertirse en justo y santo por medio de la sabiduría (Teet., XXV, 176).
Todos estos desposados con la filosofía. . . tienen oculta su aspiración, que no es sino morir y estar muertos (Fed., IX, 64).
. . . Y esto no es otra cosa, sino filosofar rectamente, y ejercitarse serenamente a estar
verdaderamente muertos: pues, ésta, ¿no es meditación de la muerte? (Fed., XXIX, 81).
 EL SER: EL MUNDO DE LAS IDEAS.
1. La multiplicidad de las cosas sensibles y la unidad de la idea. — Estamos habituados a
establecer una idea particular para cada multitud de cosas, a las que aplicamos el mismo nombre. . . Tomemos ahora la que quieras de estas multitudes: por ej., si quieres, hay muchos lechos y mesas. —
Así es, en verdad. —Pero las ideas de estos muebles son dos: una del lecho y otra de la mesa. —Sí.
(Rep., X, 1, 596).
E igualmente sucede con las virtudes, aunque sean muchas y de múltiples especies. En todas, sin embargo, resplandece una misma idea, por la cual son virtudes: y en la que bueno es que tenga su mirada quien responde a otro que pregunte acerca de la virtud, para explicarle lo que ella es: ¿me entiendes? . . . Supón que te interrogue alguien sobre lo que yo hablaba antes: ¿qué es la figura, Menón? y tú respondieras: es el círculo; y como yo, el otro insistiese: el círculo, ¿es la figura o una figura?
Dirías tú que es una figura. . . Nosotros nos encontramos siempre con muchas cosas, pero no es esto lo que yo deseo; pues a estas múltiples figuras, aunque contrarias entre ellas, tú las llamas con un mismo
nombre, y dices que todas son figuras, quiero saber ¿qué es lo que tú llamas figura?. . . ¿No entiendes que yo busco lo que hay de igual en lo redondo y en lo recto y en todas las demás figuras de las que hablas? (Menón, IV-VII, 72-75).
Porque al hombre le corresponde entender lo que se llama con el nombre de especie, proveniente de la multiplicidad de las sensaciones y reducido a unidad por el razonamiento (Fedro, XXIX, 249).
2. La esencia permanente de las cosas, a través de la variedad de las sensaciones. — Si entonces, las cosas no están todas igualmente para todos y al mismo tiempo y siempre, ni cada una está singularmente para cada hombre, es evidente que las cosas mismas están en posesión de una esencia propia estable, no en relación a nosotros, ni traídas por nosotros arriba y abajo con nuestro fantasma, sino de por sí, respecto a la propia esencia que tienen por naturaleza (Crat., V, 386).
3. La idea (ser inmutable) se aprehende con la inteligencia; la mudable apariencia con la
sensibilidad. — De acuerdo a mi opinión, es necesario distinguir, ante todo, las siguientes cosas: qué es lo que siempre es, y no tiene generación; y qué es lo que se engendra y nunca es. Lo uno se comprende por la inteligencia por medio del razonamiento, como lo que es eternamente de una manera; lo otro, al contrario, es opinable con la opinión, por medio del sentido irracional, en cuanto se engendra y perece y nunca es verdaderamente (Timeo, V, 27, 28).
Y los unos (lo? objetos), decimos que se ven, pero no se piensan; en cambio las ideas se piensan pero no se ven (Rep., VI, 18, 507).
Lo sensible se explica por medio de imágenes: lo incorpóreo sólo por razonamiento. No percibe la mayoría (creo) que hay imágenes sensibles de algunas cosas, las que no es difícil de indicar. . .; pero para las mayores y más dignas no hay imagen alguna con la que, quien quiera satisfacer el espíritu del que interroga, pueda contentarlo suficientemente, poniéndolo en contacto con algunas sensaciones. Para
ello es necesario preocuparse de ser capaz de dar y acoger la razón de cada cosa; porque los seres incorporales que son los más bellos y los más grandes, se muestran claramente sólo con el razonamiento y no con ningún otro medio (Polit., XXVI, 285-6).
4. Las ideas son entes reales y no conceptos mentales. — Mira, Parménides, que no sea
intelección cada una de estas especies, y no le convenga, por ello, estar en ningún otro lugar, salvo en las almas . . —¿Y qué? ¿es quizá única cada intelección? ¿y no es, por otra parte, intelección de nada?
—¡Oh!, no puede ser. —¿Pero si de alguna cosa? —Sí. —¿De alguna cosa que es? ¿o que no es? —Que
es. —¿No de tal cosa a la cual la intelección entiende en todas las cosas como una cierta idea una? —Sí.
—Pero, ¿y no será especie, esta cosa entendida como una y siempre misma en todas las cosas? . . Pienso
que tú, Sócrates, y todo el que suponga que de cada cosa existe una tal esencia de por sí, consiente previamente que no hay en nosotros ninguna de esas. —Si estuviese en nosotros, ¿cómo podría entonces ser también de por sí? (Parménides, VI, 132-3).
5. Las ideas son entes en si (separados): la participación (métexis) de las cosas a las ideas o presencia (parousia) de las ideas en las cosas. — Ella (la idea) es por sí, para sí, consigo, siempre inmutable; y las otras cosas. . . participan de ella en tal forma, que, ahí donde ellas nacen y perecen, ella ni crece, ni disminuye ni sufre ningún otro cambio. (Banquete, XXIX, 211 b).
Pero vuelvo nuevamente a aquellas ideas hoy famosas, y comienzo con ellas, suponiendo que hay un bello de por sí, y un grande, y continuando así. . . Me parece a mí que, si hay alguna cosa bella además de la belleza misma, no es bella por ninguna otra razón, sino porque participa de la belleza, y así digo de cada otra cosa. ¿Consientes tú en esta razón? . . . Ninguna otra causa la hace ser bella, salvo la presencia o la comunión con aquella belleza, de cualquier manera, esto sucede, pues no lo sé con certeza. . . y de manera semejante para la magnitud, las cosas grandes son grandes. . . (Fedón, XLIX, 100).
Cfr. Hipias mayor, 292 d. ¿Cómo, no recuerdas lo que te he interrogado sobre lo bello en sí, que a toda cosa que se agrega, sea piedra, leño, hombre o dios, o cualquier acción o cualquier disciplina, lo convierte en bello?
6. Las cosas imitación (mimesis) de las ideas y la diferencia entre el modelo (verdad) y la imagen (apariencia) — Pero. Parménides, creo que la cuestión sea justamente así: que estos tipos están en la naturaleza como modelos y las otras cosas son semejanza e imitaciones de éstos, y que, precisamente, la participación de las otras cosas en las ideas no es sino asemejarse con ellas (Parm., VI, 132).
Rodolfo Mondolfo “El Pensamiento Antiguo” Editorial Losada Buenos Aires 1.959


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